domingo, diciembre 01, 2013

Elegancia y R&R (VIII) - EL ÁNGEL - MAÑANA NADIE


Sería fácil decir que cada tierra tiene su Lou Reed y que el nuestro fue El Ángel, aunque apenas nadie lo recuerde ya. A él no le molestaría la comparación, imaginamos. O se podría decir que cada pueblo grande tiene su Jim Carroll y que él fue el de Madrid, esa urbe de paletos y prodigios; aunque habría que discutir si esa es realmente la ciudad, o si la ciudad donde suceda el drama importa al cabo. Es sabido que cualquiera es buena para mandarlo todo al carajo. Podría decirse que -como Reed y como Carroll- El Ángel fue refractario a la luz y apreciable poeta, rockero de cuero riguroso también, profeta de una vida sin bocado, a pecho descubierto. Suicida si se quiere. Al revés que la de ellos, su muerte fue temprana.
Podrían decirse todas esas cosas, en fin, sin faltar a la verdad, pero mintiendo a la vez, porque siempre hay más, al fondo de una vida, y eso es lo difícil de calibrar. Para ello queda sólo el arte, que es al mismo tiempo el todo y un simple, débil rastro del hombre. Cuando El Ángel murió de sida en 1994, además de un buen puñado de poemas febriles, violentados y arrogantes, tiernos, consignados en el libro “Los planos de la demolición”, dejó un disco doble con el que le pasaba por la banda a su generación y condensaba una época, un disco final de rock and roll puro y enorme aliento metafísico. Hay puertas de atrás principescas, y “Polvo de Ángel” (Nuevos Medios, 94) es una de las más guapas y más oscuras que conozco. Nadie pareció enterarse, entonces. Yo, desde luego, no me enteré, aunque recuerdo algún artículo al respecto. Yo llegué tarde.
Todo eso sucedía en unos primeros noventa cuyo color se me va volviendo poco a poco desvaído: la época en la que algunos consignaron la agonía de los ochenta con precisión terrible; la que saqueó sus templos, derribó sus ídolos patéticos y, ya sin nada que perder,  formuló lo aprendido en ráfagas tan crudas y urgentes como ésta. Ya venía la ola nueva, la de una música de raigambre yanqui que con sus aciertos y miserias se impondría, al principio amateur y briosa, progresivamente -al igual que en América- sepultada por su inane versión melódica y burguesa. Feroces, emparedados en esa rompiente, algunos como Él Ángel permitieron que los  mejores aciertos de la década anterior y sus pavores más negros coagularan finalmente, a la fría luz de los hechos.
Y de hechos, entre otras cosas, de hechos difíciles de comprender, va “Polvo de Ángel”, el disco del dios animal de las calles frente a la muerte, el disco del chico cegado y lúcido que escupe, con la voz ya enreciada por el exceso: “Nada que hacer, nada que decir/nada se esconde bajo vuestro cielo/jamás podremos remontar el vuelo/no sabríamos a donde ir”. Mezcla de punk de entraña, rock urbano y afilado rock&roll neoyorquino, grabado en Sevilla con Los Volcánicos (su pareja, Ana Curra, y miembros de Dogo y los Mercenarios y de su antigua banda, Los Escaparates), el disco es  una síntesis cristalizada en azul lou reed y bañada en guitarras de quirófano, severamente afiladas, desinfectadas con una pálida llama de estupor y de entrega. Crónica de la cloaca y el éxtasis, cueva en el fondo de la tierra, en el centro de nuestra propia historia, donde se han congelado los sueños, “Polvo de Ángel” reluce como una herida de neón y de carne.
¿Por qué fue el ángel capaz de hacer ese recuento, esa suma heladora de la vida y del amor terminal? Quizá porque la presencia de la muerte espolea a quienes son capaces de mirarla a la cara, y él ya sabía que se moría. ¿Es eso lo que afila la pluma? ¿Es la desolada certeza de la última bala lo que lo baña todo con ese impávido fulgor de chulesca gloria? Yo no lo sé, pero creo que el disco lo cuenta por sí mismo, caminando sin remordimientos entre la primera neblina de otra existencia en canciones como “El mar” (“Tuve lo que quería, tuve mi pasión/lo que he perdido me da igual/soy un sueño entre la realidad”), con la insatisfacción, del que le ha pedido demasiado a la vida (“estoy buscando algo /que nadie me puede dar”), recorriendo sin cortarse un pelo la calle más chunga,  las parejas perdidas, la costra de las habitaciones sucias, contando lo que hay cuando apenas queda nada desde el mismo blancuzco corazón de la epidemia.
No es un disco perfecto, tiene algo de tanteo y de búsqueda, algunas instrumentaciones erradas, algunas canciones que son la misma, no importa. Es un disco violento, luminosamente marginal, ejecutado más que cantado, con la clase de lo inevitable. Es un disco sobre la aceptación. Y es un disco de amor. Cualquiera de sus temas valdría, en realidad, por el todo, porque todos ellos están inyectados de esa tristeza oceánica y fría del que contempla por última vez una vida a la que amó y maltrató a partes iguales, incluso aquellas más incendiadas, como “La ley de la calle”, donde retrata el ciego empuje de quien no tiene nada que perder (“¡Ei mírame!, no tengo nada…/sólo soy una rata en esta jungla de ambición/pero tengo un cuchillo y tengo una bala/que me van a dar lo que el mundo me negó…”) hasta desembocar en la humillada derrota (“Mírate cuando el miedo te come/cuando te apuntan al cuello con un fusil/cuando un policía te hace oler su aliento/y nadie va a mover un dedo por ti”). Si hubo un Wild Side aquí, y lo hubo, él lo pateó de lado a lado, y se le nota en el deje, en la compañía, en las maneras y en la voz, atravesada por demasiadas calles. En la capacidad de bailar de la poesía a la carnaza acompañado de un fuego somnoliento y sincero, puramente suyo.
Sin embargo el disco es, también, una búsqueda y un encuentro. El encuentro del perfecto mensaje de despedida. Más de uno de sus temas –los que al principio parecen pecar de largos, desperezados, disolventes, circulares-, como “Me fui de noche” (“Me fui de noche/con los caballos y el metal/me fui de noche/y no te volveré a encontrar”) parecen seguir una senda que lleva a alguna parte tanteando en la oscuridad y prefiguran, al cabo, la canción con la que se cierra el disco y la vida, ese final escalofriante al que el oyente llega desarmado si ha sido capaz de cruzar el páramo eléctrico. “Mañana Nadie”, directa al panteón de las canciones más tristes y más vivas jamás escritas, ‘memento mori’ anticipado y congelado a la blanca luz del rock&roll, es una de esas con las que se llora si a uno le queda corazón. Por fuera el que sepa y pueda, por dentro el resto.
Pocas elegancias más salvajes hay que esta, me digo, mientras la oigo otra vez, en soledad; quizá ninguna: abrirle la puerta a la muerte con un disco de vida al filo tan definitivo sonando en el estéreo. Pasa, nena, y escúchalo.
Te esperábamos.

 

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