domingo, febrero 22, 2009

El sutil brillo del terciopelo ajado (THE ONLY ONES en El Sol)


En una conversación con unos cuantos empleados de seguridad privada sobre el uso de armas de fuego (inquietante, ¿verdad?) surge otra vez el viejo axioma: "La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento"; que en España podría reformularse, para definir un poco al país, como "el conocimiento de la ley no exime de su incumplimiento". Salteadores como somos, furtivos y cabrones por naturaleza, y cobardes, de paso (eso quizá es de tiempos recientes, aunque no lo aseguraría en público), la frase resultaría un emblema difícil de negar. Sea como sea el espíritu nacional, seamos sinceros, para variar: conocía a los Only Ones sólo de pasada cuando el otro día un colega me convenció para ir a verlos al Sol (eran 22 euros, tampoco una ganga). Había escuchado cuatrocientas veces en los bares "Another Girl, Another Planet" sin saber siquiera quién había facturado esa urgente tonada con gancho melódico de primera calidad y arrastrada nostalgia en la entonación. Pues eran ellos. Así, un poco a ciegas pero sabiendo que se trataba de un clásico (menor) de finales de los setenta, me fui hasta El Sol con los amigos Felix (guitarrista de 5 Cobras, dispensador de píldoras del sueño y el olvido) y Agua (fotógrafa y otros menesteres). Inmejorable compañía para una noche madrileña, saliese el bolo bien, mal o peor. Y salio bien, muy bien, al menos para mí, que me veo obligado a ejercer de cronista por instinto, con las únicas armas (aunque al cabo sean las más importantes) del propio gusto y la opinión; a calibrar qué es lo que una banda que no conozco desata en mi fuero interno a partir del simple y puro impacto de la primera vez. Es, en cierto modo, una posición de privilegio: eres al tiempo el niño pequeño carente de prejuicios y el rockero perro viejo que, si no los ha visto a ellos en concreto, si se conoce de sobra el ritual del Rock&Roll, sus tics, sus modismos, su disfraz y su fibra, y puede discernir. Para mí fue un gran bolo, pero eran bastantes los que arqueaban una ceja al final y consideraban simplemente que vale, que no había estado del todo mal. Fue un gran bolo porque me encontré con cuatro tipos que, sin hacerse lios, facturaban un tipo de Rock&Roll que me es especialmente querido; esa angosta vía en la vena Johnny Thunders que también se ocupan de conservar otras viejas glorias suburbiales como Kevin K, sin ir muy lejos en tiempo ni en maestros. Un cocktail de influencias reconocibles y marca personal que, pasados los años, reposada la juvenil ira punk, todavía levanta un amargo poso de polvo existencial; turbias partículas de desarraigo en suspensión azuzadas por canciones urgentes y algo desmañadas que, al cabo, se me antojan reales como la vida misma. Me agrada esa falta de perfección formal, el tono desafiante pero amigable que parece decir: "sí, estamos vivos, y sabemos que de esto sobre lo que cantamos tú sabes también bastante". Había, además, algunos puntos extra a favor. El bajista y sobre todo el guitarrista (Un John Perry algo puesto pero pletórico en su jovial volumen) subían el nivel instrumental y apuntalaban el hueso de cada canción, llevándolas a una dimensión no muy lejana pero sí bastante más rica. Pete Perret parece una proyección de Ron Wood en versión cloaca, es cierto, un sardónico holograma usable en charlas didácticas sobre los efectos del jamaro; la estampa siempre a punto de quebrarse (casi igual, pienso a hora, a la de John Cooper Clark). Sin embargo, hay en su voz algo emocionante que me recuerda intensamente -el timbre, supongo- al añorado Nikki Sudden, otro de esos bandidos urbanos que vendieron su alma a un romanticismo imposible en nuestra época a cambio de un puñado de canciones maestras (tampoco muchas) y unas cuantas drogas gratis. Echo de menos a Sudden, aunque sólo lo conociera fugazmente, echo de menos ese sutil y correoso brillo de terciopelo ajado, y en El Sol estaba, esa noche, flotaba algo de ese espíritu al tiempo indomable e indolente que compartía con el mundo. La música fue intensa, circulando por esa línea que va de Faces y Stones a Thunders y luego se infecta inevitablemente por una urgencia punk y un cariz melódico que la vivifica y le da espacio y aire. Alas de la extinta New Wave, supongo. Un generoso show de música de contrabando, rock para perros sin raza definida. Ruido directo al corazón entendido éste como fibra y víscera, gloriosamente defectuoso ya de fábrica y generado con cierta lúdica chulería por una pandilla de tíos a los que una gira intensiva mataría, con toda seguridad, pero que en la distancia corta aún enganchan unos cuantos "japs" jodidamente dañinos. Y que, además, mantienen el tipo con los temas menos viejos (La efectiva "Black Operations" y una emocionante "C Voyager"). A medio tiempo, y a ras de suelo, pero volando, vamos. Tan parecidos a cualquiera de las personas con las que uno convive a diario que su discurso emociona y conecta más. Eso a mí, claro. Un amigo, de cuyo criterio no dudo resumía el bolo así, en cambio: "Bah, la canción que conoce todo el mundo y poco más". Quizá funcionamos en líneas de pensamiento distintas, divergentes o sólo paralelas a distintos niveles de profundidad. Él observa lo musical y la decadencia inevitable de las personas. Yo rasco debajo de ello y encuentro algo misterioso, una agreste comunión entre iguales que, a través del tiempo, se tocan por primera y quizá única vez. Aunque, claro, es algo que podría considerarse estrictamente personal. Y ahí viene la pregunta. ¿Es realmente algo estrictamente personal? No lo sé, pero la verdad es que lo dudo mucho. Apuesto a que un buen número de los que estuvieron allí esa noche sintieron algo muy similar a eso que sentí yo. Sean capaces de expresarlo o no.

(Reflexión originalmente publicada en el blog "Twistin' The Night Away")

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