viernes, febrero 09, 2007

THE DRONES - "Galla Mill"

THE DRONES – “Galla Mill” – Para muchos, el último artefacto de los Drones, grabado en la austera e imponente casona de un molino perdido en la campiña australiana, ha supuesto una pequeña decepción. Para otros –quienes no entienden que el Rock&Roll puede, si quiere, ir mas allá de los pildorazos de dos minutos-, son, simplemente, unos pesados. No seré yo quien les saque del garrafal error. Poco me importa. Lo cierto es que en “Gala Mill” se dibuja a la perfección la dicotomía que más de un grupo grande padece u ostenta, según se vea: En directo, la banda plantea un explosivo exorcismo, una catarsis de demonios interiores que confluyen sobre la espástica y febril expresividad de ese médium escénico insuperable que es Gareth Liddiard; pero para el que no lo vea así, al menos ganan la partida por la pura y descomunal intensidad de su crispado rock de guitarras. En disco, en cambio, el exorcismo sigue ahí pero se toma su tiempo y a menudo adquiere forma de letanía musitada sobre estructuras casi inexistentes. El reptar de las canciones -largas, cadenciosas, peladas- no tiene el respaldo físico y visual que adquiere sobre las tablas. El aquelarre es nocturno y privado. Así, hay que darle tiempo al asunto –y, vaya, hombre, leerse las letras-, y sólo haciendo ese esfuerzo el disco pasa de lo que aparenta ser a lo que es. De un buen trabajo demasiado denso y algo ladrillo a otro saco de negrísimas historias sobre la condición humana que extrae vetusto oro de la historia subterránea de Australia, ese país-penitenciaría que surgió de los escombros de Irlanda y otros territorios sojuzgados y se construyó a sangre y fuego sobre la testuz de un hatajo de delincuentes y desesperados. Desde ese punto de vista reflexivo, temazos como “Words From The Executioneer…” o “Jezebel” (una historia de guerra actual sin enfermizos maniqueísmos ni tonterías anti-bush para aumentar la potencia comercial) cobran verdadero sentido. Y lo cobra, sobre todo, el interminable y doloroso paso de “Sixteen Straws” que actualiza mejorándolo (si, he dicho mejorándolo) al Dylan época “Hollis Brown” o “Lonesome Death of Hattie Carrol”. Es en esa negrísima narración sobre la fuga trágica de un grupo de condenados católicos donde las cualidades de Liddiard como narrador se proyectan hacia el centro de la conciencia con una precisión que asusta, confirmando que estamos ante un contador de historias universal, capaz de estremecer hasta el tuétano. Por lo demás, a mitad de toda esta tortura a fuego lento, la banda se encabrita tres minutos para escupir el descuartizante Rock&Roll de “I Don´t Ever Wanna Change”, un danzante osso grizzlie en forma de canción incluido, supongo, para dejar claro que si quisieran dedicarse solamente a eso, pocos, muy pocos, les llegarían al tacón de la bota. Han optado por el camino difícil, pese a quien pese. Y hay que alabarles por su suicida decisión. // Cowboy Iscariot

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